Opinión

En el hullero con Juan Pedro Aparicio: viajando en "El Transcantábrico"

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photo_camera La estación de Sotoscuevas en el verano de 2016

Hubo un tiempo en que viajar en ferrocarril en España era toda una aventura. Juan Pedro Aparicio escribió en 1980 la crónica del viaje que realizó en el "hullero", el viejo tren de vía estrecha que unía Bilbao con La Robla y con León. Su título, El TranscantábricoMi viaje por el libro.

El día 6 de junio de 1980, el escritor Juan Pedro Aparicio llega a las ocho de la mañana a la estación de Bilbao llamada Gloria. Va acompañado de Fernando Díez, fotógrafo, y su intención es hacer el trayecto entre Bilbao y León a bordo del "hullero", el mítico ferrocarril de vía estrecha que por entonces tardaba en recorrer los 340 kilómetros que separan ambas ciudades en un tiempo mínimo de de diez horas y media. Es el tren que durante más de medio siglo llevó el carbón de las minas leonesas a la Vizcaya de los Altos Hornos de la siderurgia. Es el Tanscantábrico. Sabemos que la experiencia es real, que Aparicio la ha vivido. Y nosotros vamos a vivirla con él gracias a que su viaje de aquel día de junio del comienzo de la década de los ochenta no tardaría en convertirse en crónica y en llegar a nosotros convertido en un hermoso libro ilustrado con el "reportaje gráfico" de Fernando y editado por Penthalon (1980) como antesala de la joya bibliográfica que el editor Jesús Egido pondrá en librerías en 2007, ilustrado con acuarelas de José S.-Carralero y Maribel Fraguas, con tapa dura y sobrecubierta.

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Juan Pedro Aparicio viaja en “preferente”. En este caso, ir en preferente nada tiene que ver con los privilegios y comodidades que conocemos de los viajes del AVE o de las líneas aéreas. Lo llamamos así porque lleva una carta de presentación para maquinistas y otros empleados del tren de la dirección de FEVE, una suerte d salvoconducto que le permite acceder a la cabina, charlar largamente con el maquinista y moverse por los vagones como lo que es: un viajero privilegiado, un escritor atareado en tomar notas para su crónica.

Hullero 6En 1980 el hullero todavía vivía su condición de mito. Nos lo cuenta Aparicio al informarnos de que los vagones del convoy en el que viajará son respectivamente de 1959 y de 1960. El de primera es “un coche verde, casi elegante, desde luego presuntuoso” y es el más antiguo. Los de segunda, todavía de asientos de madera, llenos del sabor a tartera, conversación y tedio, “son de un marrón intemperie y herrumbroso, cuyas tablas deben de estar unidas por acero hermano del que se empleó en la guerra de Cuba”. El escritor se dispone a establecer la necesaria complicidad con los empleados: el jefe del tren lo conduce hasta la cabina para presentarle al maquinista, Enedino, que sólo llevará ese convoy hasta Valmaseda. Contagiado por la mitología que ha acompañado desde su nacimiento al “hullero”, Aparicio se vence a la tentación de compararlo con otro tren mítico, el Transiberiano.  Y así nos lo cuenta: “A decir verdad, el Ferrocarril de La Robla no es un tren cualquiera. Si el Transiberiano recorre casi un cuarto de la superficie de la tierra, bastante más que de Nueva York a Madrid, si tal viaje pudiera hacerse, nuestro tren, modesto, sufrido, ignorado, es el ferrocarril de vía estrecha más largo de Europa occidental. La línea tiene una longitud de 340 kilómetros”. Esa liderazgo europeo será utilizado como motivo de orgullo por cuantos empleados hablen con nuestro viajero a lo largo del trayecto.

Hullero 4Cuando el tren se pone en marcha, a las 8.45 de la mañana, el autor se ha situado en el vagón de primera y nos describe el momento convirtiendo al convoy en un portentoso animal metálico: "De las entrañas del tren sube hasta nosotros una violencia de hierros, como el hipo de un gigante que nos llevara entre sus fauces".  No será la primera vez que la personificación adquiera tintes maravillosos de la mano de la escritura de Aparicio. Es un dragón o un caballo: "Chuchi" --tal es el nombre del maquinista que sustituye, en Valmaseda, a Enedino-- "tensa las riendas y el hullero bufa y hasta parece agachar la cabeza". En otra ocasión, lo califica de "mitológico ciempiés" y en otra nos lo presenta como una bestia de los océanos: "Se abren las puertas hasta el tope como aletas de un monstruo marino que buscase perentoriamente oxígeno fuera de aquí". 

Juan Pedro Aparicio vive, durante más de diez horas en una suerte de cotidianidad encerrada en el tren. Empleados, viajeros que entran y salen de los vagones, hombres y mujeres que hablan, que recuerdan, que sueñan en voz alta o se decepcionan.

Nuestro autor cruzará Vizcaya, Burgos, Cantabria, Palencia y León. Nos dará a conocer a sus compañeros de viaje, desde la enigmática "Bella Durmiente", enfermera en Bilbao que se baja en Cistierna, al cincuentón de origen vasco que embadurna su bota de vino con grasa de cerdo, pasando por Domitila, la vendedora de golosinas y promotora de rifas y concursos que  acompaña a los viajeros en un importante tramo del trayecto. En el hullero cruzamos o acompañamos los cauces de ríos como el Cadagua o el Curueño, el Esla, el Pisuerga o el pantano del Ebro, al que el escritor compara, siguiendo el contraste con el Transiberiano que arriba apuntamos, con el lago Baikal, esa inmensa superficie de agua junto a la que el tren ruso avanza a lo largo de una jornada y que en el caso de nuestro Transcantábrico se reduce a unos domésticos 18 kilómetros.Por las ventanillas asoma una naturaleza diversa, enormemente rica, que va de los frondosos bosques de las proximidades de Espinosa de los Monteros ("Espinosa de los Ricos" la llaman algunos viajeros) o de las llanadas palentinas o leonesas al cauce de un Ebro caprichoso y encajonado entre desfiladeros, Caserones, alamedas, higueras, sierras desconocidas como la de Ordunte o los Montes de la Peña, robles, castaños, nogales, hayedos interminables, castaños, árboles frutales en el Valle de Mena, estaciones semiderruidas o perdidas en la soledad de una intemperie que parece eterna, cementerios rurales, ruinas, monumentos románicos (la zona que atraviesa el hullero es una continuidad de sorpresas arquitectónicas) ..

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Juan Pedro Aparicio vive, durante más de diez horas en una suerte de cotidianidad encerrada en el tren. Empleados, viajeros que entran y salen de los vagones, hombres y mujeres que hablan, que recuerdan, que sueñan en voz alta o se decepcionan. En el tren se habla de la emigración interior y exterior, del vaciamiento de los pueblos y de la diáspora hacia Europa y hacia las grandes ciudades industriales de España, de la minería y su declive, de una "edad de oro" del hullero, del historial laboral de los ferroviarios, sobre todo del maquinista Chuchi,, cuya vida es la vida del Transcantábrico y que guarda recuerdos de la Guerra Civil, en la que participó (más bien sin significarse demasiado) en los dos bandos, se habla de ETA y de sus atentados (no olvidemos que en 1980, cuando Aparicio realiza el viaje y escribe el libro, se vivían los peores momentos en la actividad terrorista de la banda), de la fatalidad que llevó a la muerte a Félix Rodríguez de la Fuente en la casi remota Alaska, de sus documentales, de su pasión por los lobos y de la opinión que en los pueblos más próximos a las montañas donde vive ese animal casi mítico tienen sus habitantes sobre la labor protectora que mantuvo el no menos mítico naturalista y estudioso de nuestra fauna.

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Para Aparicio el hullero es la casa de todos los que en él viajan  durante las más de diez horas que dura el viaje. No duda, por ello, en compartir viandas con los ferroviarios, en dejarse seducir por las jóvenes que de modo transitorio se sientan frente a él o con curiosidad le preguntan por su papel, junto al fotógrafo Fernando Díez, en el viaje. Ni se corta a la hora de dialogar con ellos sobre sus aficiones, sobre la razón que les lleva a utilizar ese tren o a dejarse seducir por la nostalgia de aquellos que, inevitablemente, vinculan su juventud a remotos viajes de infancia, cuando el convoy era llevado por una locomotora de vapor cuya humareda se colaba por las ventanas provocando irritaciones en las vías respiratorias del pasaje. O por la extraña conversación de un hombre que insistente mira el reloj y pregunta la hora de llegada al destino, al que adjudica el apodo de "el viajero impaciente" hasta descubrir la razón de su viaje: "Tres sobrinos míos han muerto en accidente y un cuarto se mantiene entre la vida y la muerte gravemente herido. Tengo que coger ahora un coche a Sahagún", le dice con voz nerviosa.

Hullero 5La inmersión del escritor en la cotidianidad del tren le lleva a contemplar admirado el cambio que se produce en el vagón a la hora del almuerzo, cuando los pasajeros abren bolsas, tarteras y cazuelas. Escribe: "Relucen los platos, los cuchillos y los vasos. Abundan los colores de huerta y de sartén. ¡Qué fiesta! ¡Qué abundancia! Como si cada viajero fuera un prestidigitador, de su asiento han salido tomates, pimientos, manzanas, naranjas, filetes, escalopes, tortillas francesas y españolas, panes y chorizos... El pluriformismo culinario pone colores de picnic, de romería, de jira campestre, en el vagón". 

El tren llega a León ya al atardecer, después de una decena de horas de lento traqueteo. Y así lo describe nuestro autor cuando enfila la espalda de la ciudad junto al canal que la surca: "Y sobre el último puente bajo el que el hullero pasa de nuevo, Venecia parece asomarse, una Venecia con empaque de suburbio, atribulada y modesta, de arco oblicuo que, a fuer de desigual, es romántico y parece hecho para ver pasar góndolas y vaporetos".

 

 


NOTA: El “hullero” se inauguró, entre La Robla y Valmaseda, el 11 de agosto de 1894. Sucesivamente fue ampliándose su trazado, en función de las necesidades de la industria vicaína y se aprovechó para el traslado de pasajeros. En 1991 cesó su utilización como tren de pasajeros y esa posibilidad estuvo congelada hasta 2003, año en que se reanudó de una manera ventajosa: el tiempo de recorrido pasó de un promedio de doce horas a siete horas y media. El trazado lo utiliza el tren turístico y de lujo Transcantábrico, cuyo itinerario es mucho más largo, puesto que concluye en Santiago de Compostela tras recorrer parte importante de la cornisa cantábrica.