Opinión

Nicolás Muller: el fotógrafo y el paisaje / Por Pepo Paz

Nicolas Muller - Hombres en el puerto de Marsella (Obras Maestras Exposición Canal Isabel II)
photo_camera Nicolas Muller - Hombres en el puerto de Marsella (Obras Maestras Exposición Canal Isabel II)
La sala II del Canal de Isabel II acoge hasta finales de febrero la exposición antológica del fotógrafo de origen húngaro Nicolás Muller. Una retrospectriva magistral que reúne la obra del artista a través de diferentes paisajes: desde su Hungría natal al itinerario de su exilio (Francia, Portugal, Marruecos y, finalmente, España).

Ayer me apunté a un recorrido guiado por el universo fotográfico del húngaro Muller de la mano de Chema Conesa, comisario de la exposición "Nicolás Muller. Obras Maestras", que se exhibe en la sala 2 del Canal de Isabel II, en Madrid, desde el pasado 28 de noviembre (y hasta el próximo 23/2). Las fotos se muestran en esa especie de territorio de la imaginación que es el antiguo depósito del Canal. Una amiga me señala que el espacio recuerda a algún edificio de la ficticia ciudad de Metrópolis, un alma de cómic irreal plantado en mitad de lo que, en un tiempo ya extinguido, debió de ser las afueras de Madrid (hoy casi en pleno centro). El recorrido guiado será el próximo 11 de diciembre y aviva cierta inquietud en mi estómago: la misma que tenemos antes de romper con ansia el paquete que envuelve un regalo muy esperado.

 

Nicolás Muller fue un fotógrafo judío que recorrió media Europa en su alocada huída de la sangría nazi y que, paradójicamente, encontró refugio en la España de la posguerra franquista. Una España de miseria, ruralidad sin complejos y beatismo que su cámara retrató con una precisión milimétrica. La misma España que luego se convertiría en su hogar hasta su muerte, en Asturias y en el año 2000. Esta exposición antológica delimita un país extinto, como las palabras de Imrtraud Morgner o de Brigitte Reimann acercan al lector al desaparecido realismo socialista de la RDA. Confrontan al ojo con su memoria. La real o la que se repliega, de forma inexplicable, en nuestro adn generación tras generación. El artificio de la fotografía revive en nuestra retina y la enfrenta con miradas de personas que ya no estarán, con seguridad, en este mundo. Como tampoco lo está el artista que captó las instantáneas. Pero el arte, el arte grande, persiste en la penumbra de la sala del Canal. Y nos alumbra.

 

 

Escribió una vez Antonio Muñoz Molina que la fotografía aún pertenece al mundo: la silenciosa confrontación con el retrato en blanco y negro de un desconocido es una experiencia que puede devolverle a uno la sensación de verdad. Estremece asomarse a los ojos de las personas retratadas por Muller. A la limpia y nítida verdad del blanco y negro. A los paisajes de Priego de Cuenca que habitaron la infancia del poeta Diego Jesús Jiménez, a la blancura de la sierra gaditana, a un call gerundense de huidizas sombras o a los lavaderos de aguas humeantes de las burgas orensanas.

 

Siempre me ha interesado indagar en los paisajes de la España de mitad del siglo pasado, entre los años 40 y 60. Müller recorrió con su cámara a cuestas buena parte de la geografía nacional, de Galicia y Asturias a Andalucía, de la llanura manchega a la ciudad castellana. No faltan en su objetivo los tres estamentos que gobernaban a sus anchas el país en aquellos tiempos de oscuridad: el clero, los militares y los gobernadores civiles. Pero su cámara siempre tuvo un hueco para campesinos y pescadores igual que en la tosquedad de sus primeras fotos húngaras captó la dureza de la vida en el campo centroeuropeo y en el virtuosismo del estudio (leo en un blog que Muller tuvo uno abierto en la calle Serrano) captó con belleza fría el calor del desnudo.

 

Me entretengo ahora en fantasear con aquellos viajes que le llevaron por esa España de interiores, un país sobre el que mis padres y abuelos vivieron y construyeron su precario futuro. Veo, en muchas de esas gentes que sonríen o miran con incredulidad al objetivo del artista, las mismas sonrisas y entereza que creo entrever cada vez que me siento en el sofá y barajo los puñados de fotografías que se comban y amarillentan en una bolsa donde guardamos, desde que era niño, la colección de fotos familiares. Fotos de excursiones al pantano de San Juan, de comidas campestres familiares, de bodas donde no reconozco más allá que los rostros de los familiares (y, a veces, ya ni eso).

 

 

La muestra recoge material de sus sucesivos trabajos en la diáspora: en Francia, en el puerto de Marsella, en la desembocadura del Tajo en Oporto (¿por qué esa obsesión por los puertos de Muller? Recuerdo sobre la marcha un poema de Francisca Aguirre que testifica el inútil intento familiar de escapar, tras el final de la Guerra Civil, por el puerto de Le Havre. Antaño los exiliados huían desde puertos de mar, no en modernos jet o desmadejadas pateras). La precariedad de los calzados, la pobreza en las ropas. De la dureza del trabajo cotidiano nos hablan también esas fotografías que roban el indefenso gesto dormido de unos personajes que sestean en cualquier rincón.

 

También hay mucho material inédito de los ocho años que Muller vivió en el Marruecos del Protectorado español: Tetuán, Tánger, Larache. Fotos que podrían estar tomadas en cualquier calle del Irak moderno. O de Pakistán. Los muchos años que han transcurrido y lo poco que hemos avanzando, en realidad. Mirar las fotografías de Muller es, al fin, un ejercicio íntimo de confesión personal: no importa tanto lo que uno descubre como lo que reconoce. No es la fascinación por el espectáculo de la pobreza sino la constatación de que somos auténticos supervivientes. Y que la eternidad es el presente, ahora, una vez más.