Opinión

Viajar por Soria con Antonio Machado / Manuel Rico

Iglesia de Santo Domingo. Soria
photo_camera Iglesia de Santo Domingo. Soria
Soria es un territorio universal gracias a Antonio Machado. Su estancia durante cinco años en la vieja ciudad dio lugar a buna parte de los poemas de "Campos de Castilla". Con Machado viajamos por esas tierras.
A Félix Grande, gran machadiano. In memoriam.

Antonio Machado no escribió literatura de viajes. Sin embargo, ¡cuánto nos ha hecho viajar por paisajes y ciudades a través de su palabra poética! Uno de los escenarios imposibles de disociar de su poesía es Soria. Él llegó a la vieja ciudad castellana con el comienzo del curso escolar de 1907, allí conoció a Leonor, allí se casó y enseñó francés en las aulas de su instituto. Allí vivió cinco años, entre 1907 y 1912, que fueron decisivos hasta el punto de dejar la semilla de una conciencia universal de fusión de las tierras sorianas con su obra.  Allí conoció el amor, tuvo la dolorosa experiencia de ver morir a una Leonor casi adolescente, paseó sus campos, sus viejas calles, meditó en sus cafés, conversó en su casino (que hoy alberga la sede de la Fundación que lleva su nombre y la Casa de la Poesía) y dejó su respiración, su palabra y su carácter, en el aula del Instituto que hoy lleva su nombre.





Don Antonio
abrió un inmenso sendero para que lectores de sucesivas generaciones se internen por sus paisajes. Como antes decía, no escribió literatura de viajes pero escribió poemas que nos invitan a viajar de la manera más honda: con el corazón y con la imaginación. En Campos de Castilla, pero también en entregas posteriores a ese libro, como Nuevas canciones, o en sus últimos poemas, las referencias a Soria son una suerte de Guadiana que siempre nos acompaña.  Nos estrenamos en ese viaje lírico (y real, no olvidemos que a veces la gran poesía nos aporta una realidad más intensa que la propia realidad) con el poema “A orillas del Duero”, nacido cuando “mediaba el mes de julio”. El poeta cuenta su  caminata por los alrededores del río, nos describe el paisaje, donde el pedregal convive con las hierbas montaraces (“romero, tomillo, salvia, espliego”),  con la sombra del buitre que “cruzaba, solitario, el puro azul del cielo”, y con colinas oscuras, con encinares, con “lejanos pasajeros, ¡tan diminutos!”. Machado, con un lenguaje sencillo, despojado, aporta al paisaje calidades humanas. Su paseo junto al río le conduce, también, a la meditación, una meditación que va más allá de lo puramente contemplativo, que bordea el campo de la sociologíafilosofía:

“¡Oh tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones”.



¿No resume la miseria castellana de la época en esos cuatro versos?  La Soria machadiana vive también en “el viejo hospicio provinciano”, en los campos que recorre un loco sin rumbo, en la ciudad en la que el reloj de la Audiencia da las horas y marca los tiempos, las cosechas y los ritmos de la vida. Viajamos con don Antonio por otra Soria al internarnos en el poema “Campos de Soria”, donde, después de descubrirnos las "montañas de violeta",  asomará el paisaje invernal,y  el mesón y la nieve que tanto nos ayudan a soñar con tardes de frío en las que refugiarse junto al fuego a recapitular sobre la existencia y sus misterios, el Moncayo, o los picos de Urbión, “donde el Duero nace”. O ese paseo, que el poeta convirtió en eterno y que así nos describe:

“He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio
tras las murallas viejas
de Soria”.

Dejaremos la ciudad, y las orillas del Duero, para internarnos, con la lectura de “La tierra de Alvargonzález”, por los caminos que llevan a los bosques milenarios que se extienden más allá de Vinuesa. Los nombres de Salduero, Covaleda, la venta de Cidones (“está en la carretera / que va de Soria a Burgos”, escribe Machado), Urbión, la Laguna Negra…. Y nos detendremos ante cualquier olmo centenario para evocar la estremecedora elegía con que el poeta inmortalizó el viejo árbol: “A un olmo seco” es mucho más que el lamento ante la finitud de la existencia, es también un canto de esperanza, una apuesta por el valor de la vida, simbolizada en un un detalle casi imperceptible que el poeta ha descubierto y que cree que es un desafío en toda regla a la muerte: “quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida”, nos dice, y sabemos que ahí, en esa rama a la que “algunas horas verdes le han salido” ganará la vida su batalla.





La Soria machadiana es mucho más que un paisaje o que una geografía. Es la matriz de la existencia convertida en poema y en cordialidad. Un escenario que acompañará a Machado de por vida. Soria y sus campos irán con él a Baeza, y a Madrid, y a París, y a Segovia. La recordará desde el tren (“Otro viaje de ayer / por la tierra castellana —¡pinos del amanecer / entre Almazán y Quintana!—“), se  colará en los versos de Campos de Castilla escritos en Baeza (el libro lo terminó en 1917 y dejó Soria en 1912), y estará presente en poemas escritos muchos años después. incluso en plena Guerra Civil. Respiraremos, también, el aire soriano en los versos que dedica a Azorín, a José María Palacio, al maestro Unamuno…. En los años veinte y treinta, aunque el poeta está muy lejos de la ciudad de su primer instituto, la huella soriana volverá en sus “Canciones de las tierras altas” (“Ya habrá cigüeña al sol / mirando la tarde roja / entre Moncayo y Urbión”), en las “Canciones del Alto Duero” y en “Los sueños dialogados”: “Mi corazón está donde ha nacido, / no a la vida, al amor, cerca del Duero… / …¡El muro blanco y el ciprés erguido!”.


“Siempre se vuelve al primer amor”, dice el tango “Volver”,  de Alfredo Lapera y Carlos Gardel, y nada más cierto si nos referimos a los paisajes del primer amor de Antonio Machado. Uno de los poemas finales de Campos de Castilla habla del amor y habla del dolor. Y habla, sobre todo, de la dimensión de la herida (dolorosa y gozosa a la vez)  que le dejó  esa tierra:

“¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
la mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.”