Opinión

John Dos Passos, de Nueva York a La Mancha profunda

Molinos en Consuegra. La Mancha
photo_camera Molinos en Consuegra. La Mancha
Salimos, con John Dos Passos, a acompañar a Rocinante, en un viaje tan extraño como lleno de interés y de sorpresas, por las tieras de España y de la segunda década del siglo xx. El escritor norteamericano estuvo durante algunos años empapándose de literatura española y de paisajes nuestros.
¿Imaginamos a John Dos Passos, el autor de la mítica novela Manhattan Transfer, la epopeya de la Nueva York de los años veinte del pasado siglo, viajando por la Castilla profunda, deteniéndose en fondas, cantinas y aldehuelas que pudo visitar Don Quijote? No es fácil imaginarlo, es verdad. Pero ahí estuvo. Vivió en España una temporada, en los "felices veinte" (los años de El Gran Gatsby de Scott Fitzerald) y pateó el territorio que separa Madrid de Toledo. Aquella experiencia lo llevó a escribir una sucesión de estampas periodísticas. Tales estampas se recogieron en un libro titulado Rocinante vuelve al camino, reeditado, en español, hace nueve años. Dos Passos habla con taberneros, con viajantes de comercio, con arrieros, con "el panadero de Alomorox", conoce a Pastora Imperio o a Vicente Blasco Ibáñez, asiste a conferencias, entre ellas una, que relata en el libro, de Valle-Inclán, o es testigo del entierro de Galdós: "La calle de enfrente era un lento río de gente silenciosa que marchaba arrastrando los pies, pies con botas de charol y botines, pies con zapatos cuadrados, zapatos puntiagudos, alpargatas". ¿No es magistral el viaje que realiza  por la distinta condición social de los asistentes al entierro con sólo echar una mirada a sus pies, a su calzado?



Pero más allá de esas anécdotas, lo que verdaderamente importa es que leer Rocinante vuelve al camino es hacer un doble viaje: en el tiempo, porque retrocedemos, con la palabra de Dos Passos y con nuestra imaginación, a una España detenida todavía en el siglo XIX; en el espacio, porque podemos vivir la realidad de entonces de pueblos y aldeas, o de ciudades como Madrid y Toledo, entre otras, y compararla con la del siglo XX. A ese deble viaje se añade otro: el que inevitablemente hacemos a la mente de un intelectual norteamericano comprometido con la literatura y, también, con la sociedad de su tiempo, pero profundamente interesado en lo que él llama la "esencia nacional" de España. Hacemos nuestra su mirada, respiramos el polvo del camino,olemos y saboreamos los platos de la época, conversamos con cuantos personajes le salen al encuentro y nos acercamos a espacios urbanos que conocemos gracias a otros escritores: el Madrid suburbial de Baroja o el institucionista de la Residencia de Estudiantes y Giner de los Ríos, la afilada y espiritual ciudad de Toledo filtrada por la mirada de El Greco, la Argamasilla quijotesca y cervantina, la Castilla de Machado o los parajes de Cataluña en los poemas de Joan Maragall. De la cosmopolita Nueva York a La Mancha más castiza y cereal. De la modernidad de los rascacielos al adobe y la piedra de los pueblos castellanos.



Leamos dos fragmentos de este singularísimo (y extraño) libro viajero. El primero refleja una mirada al río Manzanares:

    "Desde la ribera opuesta del Manzanares, un mermado arroyo que corre casi oculto por los tendederos donde flotan las ropas interiores de todo Madrid, puede uno, desde algunos sitios, ver aún la silueta de la ciudad tal como Goya la dibujó repetidas veces: montones de casas desconchadas sobre una colina chata hacia San Francisco el Grande; más allá, la ondulante línea del cielo con cúpulas y campanarios barrocos, irguiéndose entre las súbitas luces y sombras de las nubes".

El segundo, al final de su viaje a pie desde la capital, nos lleva a una panorámica de Toledo:

    "En la cumbre, una venta con mulas atadas a los muros, y allá en lo hondo, el Tajo y el gran puente de Toledo. // Contra el anfiteatro gris y ocre se destacaban, a la luz naranja del sol poniente, lienzos de muralla, rematados por almenas y torres cuadradas. Cúpulas y agujas recubiertas de pizarra descollaban losbre los tejados amarillos que, en confuso montón, caían desde los puntos más altos y se derramaban fuera de las murallas en dirección al río, hasta tocar los estribos de donde arrancaba el enorme arco del puente".

Estos son sólo unos apuntes de ese fascinante viaje. Para vivirlo a fondo no hay más que leer el libro. Buena lectura... y mejor viaje.