Opinión

De las “catacumbas del vino” a Roa de Duero, con Ernesto Escapa / Manuel Rico

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photo_camera Plaza Mayor de Aranda

Aranda de Duero, la vega del río Riaza, Gumiel, Sacramenia, son algunos de los lugares por los que nos lleva el escritor leonés Ernesto Escapa, en su viaje siguiendo el curso del Duero. 

Por Manuel Rico.  De nuevo vuelvo en este blog al viaje que nos cuenta Ernesto Escapa en su libro Corazón de roble, un viaje que se inicia en la Sierra de Urbión y discurre, a través de Castilla y León y Portugal, hasta la ciudad de Oporto. Con su autor nos vamos a Aranda de Duero, lugar donde hace parada y recorrido. Escapa denomina a esa ciudad, sobre todo a su casco histórico, “una mesopotamia circular”. Estamos en el corazón de la Ribera, en el centro neurálgico de lo que el autor bautiza como “Las catacumbras del vino”. Allí está la memoria de Rafael Alberti, al que casi siempre asociamos con el Sur o con la Roma de los años sesenta y setenta del siglo XX, pero que dejó huella por estas tierras trasladando su experiencia en los primeros años veinte a su libro La amante (“En las barandas del Duero, / viendo pasar la alba fría / yo, te espero”), está la memoria de Pío Baroja, cuyo capitán Aviraneta fue alcalde de Aranda además de protagonista de su Memorias de un hombre de acción. Es al describir su Plaza Mayor cuando Escapa adentra al lector en una urbe abierta y ventilada, una “plaza arbolada, hermosa, porticada, peatonal y con templete” que describiera el narrador vasco varada en el calor de un día de julio, con aldeanos, arandinos y menestrales refugiándose en los soportales en busca de la sombra. De allí, Ernesto Escapa nos lleva, a través de un “dédalo de callejuelas” tras dejar Santa Lucía y San Pelayo, al parque que un buen día contuvo el palacio del Obispo de Osma y que durante décadas, en el lejano medievo, acogió a los “rebaños de la Mesta”.

Aranda LibroEl lenguaje del autor leonés, preciso y maleable a la vez, es la muleta que el lector utiliza para ver lo que quizá nunca ha visto en la realidad: pero lo no visto cede el paso a lo contado y lo contado abre la puerta de la imaginación y al viaje y sin apenas darnos cuenta nos encontramos en la Plaza del Trigo, “la zona con más encanto de Aranda”. De ella parten callejuelas con nombres que nos hablan de un tiempo agropecuario en el que la pequeña ciudad se alimentaba de naturaleza como la calle de La Miel,  o incorporaba referencias a pueblos con hondas tradiciones como la calle Béjar, un sello salmantino en el corazón de Aranda. Escapa nos habla de la memoria religiosa que dibuja la fachada de Santa María o la Iglesia de San Juan sobre el río Bañuelos, que discurre bajo el puente al que los arandinos califican de “romano”. Y el agua del río, y su cauce que nos enfrenta al espigón que “concentra la parte más antigua de Aranda con el embarcadero y la memoria fluvial de las tenerías”. El paseo es interminable, está lleno de sorpresas y de goces para la vista del autor de Corazón de roble y para la imaginación entregada de sus lectores. Calles adoquinadas, jardines precarios, sometidos a una meteorología que oscila entre los veranos caniculares y los inviernos fríos y burgaleses, acogen la caminata de Ernesto Escapa hasta llevarnos, como paso previo a la búsqueda de otros horizontes en la intemperie del campo, hasta la ermita de San Antonio y al Santuario de las Viñas, “donde se celebran las fiestas de septiembre”. La evocación de la vendimia y del culto al vino acompaña a la evocación de un Baroja que los hace convivir con la memoria de una ciudad artesana, con fábricas de hilados y tejidos de lino, de curtidos, de cerámicas, de alpargatas…

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Dejamos la ciudad y nos adentramos en unos alrededores llenos de historia hacia el “enclave forestal de La Ventosilla”, una inmensa finca, pródiga en vegetación, y cabecera arbolada del convento de San Pedro Regalado. Sabemos que aquel reducto natural (de “paraíso natural” lo califica, al ubicarlo en el presente, Ernesto Escapa) fue lugar de encuentro y veraneo de algunos miembros de la Generación del 98, la misma de Pío Baroja. Allí terminó su hermano Ricardo su novela Fernanda, por allí pasaron Valle Inclán, Cipriano Rivas Cherif, Azaña, Camba, Enrique de Mesa, el poeta que cantó al madrileño valle del Lozoya, y Pérez de Ayala. "La Ventosilla es hoy un paraíso natural", escribe nuestro escritor viajero. En ese paraíso natural, hay presencias del hombre en forma de edificaciones como el palacio herreriano, transformado hoy en Posada, De ese escenario, Escapa nos lleva hasta Gumiel de Izán, un pueblo próximo, a contemplar el retablo gótico de su iglesia, a sentirnos deslumbrados con una luz especial de atardecer ante la perspectiva de su plaza principal: "Si en ese momento declina la tarde, la piedra desprende un fulgor rojizo", escribe. Y nos cuenta historias que de generación a generación se han transmitido entre sus vecinos: la más llamativa y a la vez real es la que nos dice que de allí salió hacia Barcelona el impresor Diego de Gumiel, quien compuso la primera edición de Tirant lo Blanc. Caminamos por la ribera del río Gormejón, dejamos el pueblo y de la mano y de la pluma de Ernesto Escapa nos vamos al valle del Riaza, río que asume el nombre de una peculiar localidad, la villa de Aza, alzada "sobre el espigón de un cerro" y cuyo actual abandono se nutre de una leyenda maravillosa e inverosímil: la del mendigo que llegó a una ciudad de quince mil almas, no recibió ni un mendrugo de pan por lo que se vengó deseando que la pujanza del pueblo se convirtiera en miseria y desierto "hasta que no quedaran ni quince de sus quince mil tacaños habitantes". 

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De Aza, entre llanos y barrancas, nuestra imaginación se va llenando de alamedas sin nadie, de espacios para el trigo o para el roble, de pequeñas aldeas, hasta llegar a Sacramenia, a su monasterio de Santa María la Real. Allí queda la Iglesia tras la "desaparición" o desvalijamiento, por parte del preboste de la prensa norteamericana William Randoph Hearst, del claustro. Treinta y cinco mil piedras que, como los habitantes de Aza, dejaron de estar allí y marcharon a otros destinos, en particular a su rancho californiano para acabar en pastiche en el exterior de una iglesia episcopaliana de la "milenaria", digámoslo con ironía, Miami. El desmán inicial ocurrió en 1925 y el magnate pagó 40.000 dólares. Eso sí que se puede considerar un sacrilegio. Aunque al menos, flaco consuelo, sirvió de inspiración a Orson Welles en su Ciudadano Kane.

aRANDA 7Moradilla de Roa, Pardilla, Milagros son los pueblos casi aldea que Escapa recorre para llegar al fin del trayecto de este capítulo de Corazón de Roble. Un final (siempre provisional, no olvidemos que viajamos, con el Duero, hacia Oporto) que se encuentra a la vuelta del valle del Riaza hacia Aranda. Se trata de otra pequeña localidad de nombre Campillo de Aranda, "cuyas lagunas regalan, desde hace siglos el prodigio de mostrar la silueta de una ballena emergiendo de sus aguas". Pueblo, como casi todos los que se levantan en las proximidades del Duero, con plaza mayor y callejuelas, con olor en el aire a leña quemada y a rastrojo, con iglesia y campanario, con palacio consistorial y casonas blasonadas. Con ese sabor de época, en definitiva, amenazado por un concepto errático y mercantilista del progreso y al que, por el momento, salva con todas las consecuencias la literatura. Aquí cerramos el capítulo y el libro y nos despedimos de Ernesto Escapa y de su afilada prosa hasta otro momento. Estoy seguro de que de la lectura no habremos salido indemnes.