Opinión

En Trás-os-Montes, con Julio Llamazares (I). Manuel Rico

Con Julio Llamazares dejamos España y nos adentramos, a través de su libro "Trás-os-Montes. Un viaje portugués" por las tierras fronterizas y poco conocidas casi hermanadas con Salamanca, Zamora y Orense.
Julio Llamazares es uno de los pocos narradores de la “cosecha” literaria española  de los años ochenta que ha frecuentado la literatura de viajes. En este blog ya hemos viajado con él y su palabra a lo largo del Duero y no tardaremos en viajar, río Curueño arriba, por su León natal internándonos entre las páginas de El río del olvido. Eso será en otro momento, porque en esta entrega de Letras viajeras viajamos algo más lejos: saltamos la frontera entre España y Portugal y nos perdemos por las ciudades, caminos y carreteras de Trás-os-Montes, la región fronteriza en la que la tierra lusa se codea con la Castilla norteña de Salamanca y Zamora o con la Galicia sureña de Ourense. Y lo haremos internándonos en su libro Trás-os-Montes. Un viaje portugués.  


Llamazares inicia su viaje entrando en Bragança una mañana de agosto de un año indeterminado (suponemos que es a mediados de los noventa del pasado siglo). Siguiendo una opción estilística similar a la que pusiera en práctica Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria, utiliza la tercera persona para identificar al protagonista de la narración: es “el viajero”. Un viajero que no debe ser confundido, nos advierte Llamazares, con el turista: “turista es el que viaja por capricho, viajero el que lo hace por pasión”, nos advierte.


Bragança es la primera estación de un recorrido en el que lo acompañaremos por unas tierras y unos pueblos y ciudades que parecen anclados en un siglo anterior, como si el tiempo no pasara por ellos. Trás-os-Montes es una región al margen, con vida propia, con ciudades provincianas y aldeas casi abandonadas, con viejos cafés centenarios, hoteles belle epoque y balnearios decadentes que parecen surgir de cualquier novela del siglo XIX.  “Desde la lejanía, viniendo de España, Bragança es una estrella de piedra en la distancia, una luciérnaga inmensa que desaparece y reaparece a cada curva de la carretera”, escribe Llamazares.


Es el principio del primer apartado o “jornada”, cuyo título es “La tierra fría”.  En él asistiremos a la “feira” de agosto de la citada ciudad y a la evocación de parte de su historia, conoceremos, desde la butaca donde afeita a los clientes (y a nuestro viajero),  al barbero Manuel Costa, y saldremos a la carretera en busca de nuevas aventuras circulando junto a pueblecitos como Portela, Fontes, Formil… “Son pueblos pobres, pequeños; viejas aldeas de piedra perdidas entre los montes y rodeadas de algún castaño y algún campo de centeno”.  




A Llamazares no le basta el paisaje. Necesita al calor de la gente, la cercanía de quienes construyen la cotidianidad de los lugares que visita. Así, en ese deambular, nos detendremos cerca del río Tuela, donde numerosos bañistas intentan combatir los rigores del verano, y nos bañaremos con nuestro guía y autor. Después, nos espera Vinhais, donde tomaremos una cerveza en el Café Leao  (“docenas de parroquianos están jugando a las cartas”) y, tras pasear por su casco urbano, charlar con los niños Tiago y Pedro, conoceremos a la sacristana, de nombre Clotilde Graça, de una iglesia muy alejada del boato de  la monumentalidad artificiosa de algunas catedrales: “De la iglesia sólo se sabe que es la más vieja del pueblo y del confesionario, una magnífica pieza labrada, posiblemente del XVII, que hace años ya no se utiliza”.  


La prosa de Llamazares es directa, sin adornos aunque con algunas iluminaciones propias de su condición de poeta, y contribuye con eficacia a que el lector se sitúe dentro del libro y se sienta partícipe de las andanzas del viajero. Pasará por Rebordelo (“rodeado de viñas y erguido en la colina”) y por Lebuçao, donde viviremos su encuentro con un burro que es la negación, en todos los extremos, del juanramoniano Platero: un “burro negro, impávido y esquelético que el viajero encuentra solo en la era, (…) y que le mira al pasar con infinita tristeza".


La primera jornada, tras dejar atrás Lebuçao, contemplar el castillo de Monforte y darnos a conocer a los personajes más diversos de esa vida detenida entre los montes, concluirá en Chaves, ya muy cerca de Galicia, donde el viajero recalará en un moderno hotel no lejos del río Támega, donde combatirá los calores en su piscina, compartirá la fiesta del pueblo mirando a los borrachos y contando estrellas  y dormirá y descansará hasta el día siguiente.



El privilegiado entorno de la ribera del río Támega será el principio del itinerario que el autor de La lluvia amarilla abordará en la segunda jornada, “Del agua al vino, pasando por Vila Real”, tal es el título.  A partir de ahí nos aguarda la belleza de un paisaje de fronda, fuentes y alamedas, la villa termal de Vidago, con su aire decadente y sus sueños de un mundo inmutable al que acudían los reyes de Portugal, el lujo todavía no apagado del Hotel Palace, al que llega tras recorrer un paraje de ensueño (“un kilómetro o algo más en medio de enormes árboles y de sombríos jardines entre los que, de cuando en cuando, asoma una vieja iglesia o un chalé de bella estampa, normalmente abandonado”) y  donde el viajero tomará un café porque el precio de las habitaciones es inasequible para un modesto escritor. En el lugar “hay agua por todas partes” que llega del Támega y de sus pequeños afluentes. Llamazares nos cuenta que ese hotel fue el “más lujoso y romántico de Europa”. Un hotel de principios de siglo en sintonía con la memoria nobiliaria de la pequeña ciudad en que se encuentra.


Vila Pouca de Aguiar, Samardá, Vila Real, la vega del río Corgo, serán nuevas estaciones. Ante la visión de las calles viejas, de conventos y antiguos caserones de esa ciudad, Llamazares evocará una anécdota procedente de una novela de Castelo Branco: “’¿En qué siglo estamos aquí?’, se preguntaba uno de sus pesonajes. ‘¿En qué siglo? Pues en el mismo que en todas partes: en el XVIII”. Y, cómo no, nos dejaremos cautivar por el gótico casi mágico de su catedral, por la modestia de la Pensión Excelsior, con todo su saber de época, y por el ambiente inimitable del Café del mismo nombre, de una “elegancia demodé” y que según el viajero parece un “museo de sí mismo”. Allí conoceremos a Salvador Pinto, hombre rubio y delgado de mediana edad, propietario del Excelsior y vilarrealense de pro. 



Terminará la segunda parte del recorrido en el pueblo de Pêso da Régua, al que el viajero llegará de noche y en cuyos alrededores, según Saramago, “el arte de los bancales alcanza su perfección”.  El pueblo recibe, con el Duero (aguas que llegan de España), a una multitud de gentes que buscan el frescor de sus orillas. “Toda la gente del Duero, desde Miranda hasta Oporto, parece estar hoy aquí”, nos dice Llamazares. Y en Régua da fin a su segundo capítulo. Y lo hace sentado junto al Duero, donde “recuerda aquel arroyuelo que él vio nacer una vez entre los pinos de Soria, en España, en las cumbres azuladas y lejanas del Urbión. Cuánta agua y cuánto tiempo y cuántos fuegos artificiales no habrán pasado por él”. Pronto reanudaremos el viaje. Y seguiremos fascinándonos con las tierras y las gentes de este rincón de Portugal.