Opinión

En la Peña de Francia, con Unamuno / Manuel Rico

Peña de Francia con nieve. Fotografías de PEPO PAZ
photo_camera Peña de Francia con nieve. Fotografías de PEPO PAZ
En el verano de 1913, Miguel de Unamuno subió a la Peña de Francia, una cumbre que se alza entre la Extremadura urdana y los campos de la Castilla salmantina. No lo contó en "Andanzas y visiones españolas"
Don Miguel de Unamuno, viajero inagotable (lo estamos viendo en este blog, en el que en varias ocasiones hemos viajado por sus libros), era amigo de la soledad de las montañas, de los lugares jamás visitados o visitados solo ocasionalmente. En su libro Andanzas y visiones españolas nos cuenta una excursión a la Peña de Francia, un promontorio situado en plena Sierra del mismo nombre que se mira en las tierras de Extremadura de un lado y en la Castilla salmantina de otro. Antes, Unamuno ha pasado por Las Hurdes y tal vez la dura experiencia hurdana tenga que ver con el motivo último de la excursión. Don Miguel escribe: “Para descansar de las visiones de miserias de los barrancos hurdanos, para digerirlas más bien, ¿qué mejor sino la cumbre de la Peña de Francia, al abrigo del venerado Santuario?”. Y convencido de ello, paso a paso, se dirige allá arriba con la clara intención de “hacer provisión de sol y de aire y de reposo”. 



Unamuno busca la soledad, la quietud, medita sobre el paso del tiempo y sobre las servidumbres de una vida urbana que todavía está lejos de ser la que se viviría décadas después pero que ya entonces, en el verano de 1913, le perturba. El poeta ha llegado a la cumbre y mira en derredor. Nos dice que detrás del intrincado bosque de montañas de Las Hurdes ve, a lo lejos, el llano de Extremadura,  y que, del lado del norte puede vislumbrar “este mi campo de Salamanca, este dorado campo de mis ensueños de otoño”. Y si se sitúa de “cara a la ciudad”, intuye a lo lejos la sierra de Béjar, el Calvitero y, más acá el río Francia y abajo, más cerca, San Martín del Castañar, “con las ruinas de su castillo, cubiertas en parte por el manto verde de la yedra”. El escritor no renuncia a la fantasía y se imagina bajando, en vuelo, hacia cada uno de los pueblecitos que se ven desde la altura, y evoca el tiempo de esplendor de unos castillos que ya son ruinas que “habitaron acaso señores cuando los señores vivían en el campo”. Es un hombre leído y parece tener nostalgia de un tiempo que no vivió pero que ha llegado hasta él desde los libros de historia y a través de la literatura de distintas épocas. 



Allí, en la Peña de Francia, viendo a lo lejos los restos  del castillo de San Martín del Castañar, no es difícil que su imaginación se funda con el raciocinio y dé lugar a la meditación: “Los castillos de Castilla”, escribe, “están vacíos, y los nietos de los que los levantaron no es que no los habiten, es que los dejan arruinarse y abatirse a tierra. A le mejor –a lo mejor peor- sirven sus piedras para hacer cercas”.


Pero el poeta acaba acotando la perspectiva para detenerse  en la existencia de un pueblo cercano, “detrás de la loma”, un pueblo lleno de encanto. Ve los contornos borrosos de los tejados, la torre de la iglesia, pero sobre todo pone a funcionar la imaginación: “Y cerrando los ojos veo las negras calles de La Alberca, los balconajes de madera, los aleros voladizos de sus casas”.  




El lector/viajero diría que Unamuno se ha olvidado de los seres que pueblan esos lugares, que sólo le interesa su propia vivencia de la soledad espiritual y los elementos estáticos que contempla. Sin embargo, en la  descripción de las calles imaginadas de La Alberca humaniza el paisaje, añade a casas y tejados y soportales “las mujeres sentadas en el umbral de las puertas y los niños jugando en la calle, y allí, en la fuente, una moza llenando el cántaro. Y corre la vida como el agua de un arroyo que baja de la cumbre entre guijarrales”, escribe. Y, a la par que escribe, recuerda otras experiencias viajeras a la Peña de Francia y nos habla de un amanecer en que se levantó y vio desde arriba un “mar de nieblas” cubriendo la llanada y en el que descollaban algunas colinas “como islotes” mientras por algunos desgarrones imprevistos asomaba el verde de las arboledas. En esa descripción, tocada por el barniz poético que de vez en cuando Unamuno se permite mostrar, encontramos una palabra que yo creía desaparecida de nuestra lengua: añublo, añublar…. Voy al diccionario de la Real Academia de la Lengua y me aclara lo que ya sospechaba:  “Dicho del cielo: cubrirse de nubes”. Así nos lo dice Don Miguel: “Se añubla el alma, como el trigo, bajo la niebla que forma el vaho de nuestras mismas concupiscencias”. 


Como la vista, cuando es ayudada por la imaginación, no encuentra límites, Unamuno es capaz de advertir desde la cumbre otra sierra, aquella que desde Ávila se va adentrando en Extremadura: “Allá, lejos, tras la enorme parva del Calvitero, asoman los dientes de la sierra de Gredos, cual mordiendo al cielo”. 




En todo viaje hay siempre un final. Unamuno piensa en la ciudad lejana, un lugar que es el reverso de lo que está viviendo en la Peña y en su Santuario y en el que el tiempo discurre de un modo más abrupto: “allí caen las horas con ruido, como la lluvia sobre el empavesado de sus calles, sobre las losas estériles”. Tras cavilar sobre ello, se deja vencer por la inminencia de lo irremediable y se dispone a volver, a dejar la montaña y sus rocas milenarias hasta despedirse de ellas del siguiente modo: “Hay que bajar de la cumbre, dejando a los buitres que se ciernan sobre ella. Dentro de unos meses la veré a lo lejos cubierta de nieve”. Pero para entonces habrá muerto el verano y el otoño abandonado sus ropas y don Miguel probablemente se refugie en la lectura junto a la estufa de una vieja casa campesina mientras el invierno blanquea la Peña de Francia.