Opinión

Por las Rías Bajas con Miguel de Unamuno / Manuel Rico

Puentes del río Lérez, prólogo de la ría de Arosa
photo_camera Puentes del río Lérez, prólogo de la ría de Arosa
En el comienzo del otoño de 1912, Miguel de Unamuno recorrió, desde el norte de Portugal hacia Galicia, las Rías Bajas. Su experiencia la plasmó en un hermoso capítulo de su libro "Andanzas y visiones españolas". Con él viaje Manuel Rico en este nuevo post.

Miguel de Unamuno dedicó tres capítulos/artículos de su libro Andanzas y visiones españolas a Galicia. Tres viajes seductores a Santiago de Compostela, a las Rías Baixas y a la trastienda espiritual de sus tierras y sus gentes mediante un poema en prosa titulado "Galicia". Para esta entrega de Letras Viajeras  nos hemos puesto en marcha con don Miguel por los parajes  que ascienden desde el norte de Portugal tras abandonar el río Duero, atraviesan el Miño y llegan hasta las Rías Bajas, ese lugar que nos describe así: “Es un paraje carnal y crepuscular a la vez, y […] más musical que pictórico. Los montes del horizonte languidecen entre neblinas. Por donde quiera el verdor vela al esqueleto rocoso de la tierra”. 




Estamos, con Unamuno, en Tuy. Allí, el escritor bilbaíno contempla la campiña desde la torre de su catedral-fortaleza. Y nos ofrece un detalle muy propio de la época (no olvidemos que escribe en el otoño de 1912): el ocio de los frailes al atardecer. “Los canónigos de Tuy”, escribe don Miguel, “atravesando el paseo de las acacias, se van a sentar en unos bancos que dan a la vega”. Pero no se queda ahí el autor de Niebla, sino que avanza hacia el norte para constatar que ya a principios de siglo, el campo de Pontevedra tenía una alta  densidad de población. Es una campiña de minifundios, de pequeñas construcciones junto a los caminos y carreteras, de una densa vegetación, en la que hombres y mujeres conviven con una lluvia casi permanente. Así lo expresa Unamuno: “Viven como las ranas, casi encharcados, respirando humedad”, añadiendo que cuando quieren secarse, quitarse tanta agua de encima, bajan a Castilla o “cruzan el mar en busca de fortuna a América”.


Don Miguel queda cautivado por las Rías (“lagos sembrados de islas”) y nos ofrece una imaginativa descripción de algunas de ellas: “la de Marín, la más recogida, la más íntima”; la de Arosa, “la más solemne”. Y cierra esa descripción contagiándonos de su experiencia: “invitan a dejarse en su seno mecer a merced de las aguas, y no digo de las olas porque el oleaje del mar libre se rompe y amansa en ellas”.


En Andanzas y visiones españolas, el escritor bilbaíno concentra todas sus capacidades y el capítulo “Junto a las Rías Bajas de Galicia” no es una excepción: hace incursiones filosóficas, describe con un lenguaje casi lírico, narra la realidad e imagina y crea otra realidad. Así lo pone de relieve cuando camina ría de Arosa arriba hasta el tramo en que, ya entre montaña y campiña, todavía es un río casi virgen, el río Lerez: “Y el río, enamorado de la verdura, va enroscándose por ella, formando meandros que llaman allí saolnes y fingen pequeños lagos, como en recuerdo de los grandes lagos aparentes de las Rías Bajas”. 






Unamuno, a la vez que contempla el Lerez, evoca y compara sus aguas cristalinas con las del río de su ciudad de origen, el Nervión, “antes de que lleguen las fábricas”, donde sus aguas se enrojecen y contaminan. O con un río minero, el asturiano Nalón, que llega al mar negro de hulla. Y contempla el monasterio de benedictinos próximo al río. Y, por contraste, nos dice que el Lerez “no manchado aún por las deyecciones de la industria, convida al idilio, al amor y al recogimiento, al estudio”.  Esa sensación de extrañamiento, de plena comunión con la naturaleza se acrecienta cuando Unamuno habla del rumor de la gaita que, en aquellos parajes, tocaba Perfecto Feijóo, farmacéutico pontevedrés que contribuyó a inspirar a más de un poeta con sus notas.


En su viaje, don Miguel recupera a un poeta olvidado como el salmantino Ventura Ruiz Aguilera, autor de un romance dedicado a la gaita, y cómo no, recuerda a Rosalía de Castro, a la que reprocha, de manera injusta, su afán reivindicativo en Cantares gallegos o nos refiere los poemas que Curros Enríquez dedicó a las tierras del Lerez y el Miño. Aunque nos parezca mentira, la prosa viajera de Unamuno es dúctil, flexible, llena de brillos poéticos, imaginativa.  Así se refiere a la convivencia de la ría de Arosa con el mar: “Allí, al arrimo de su eterna esposa" [Galicia] "duerme y tal vez sueña. Y acaso ansía volver a ser río, río humilde, río recogido; acaso sueña con su infancia. ¡Quién sabe!”.


El trayecto, en una afortunada similitud del viaje con la vida, nuestro guía nos enfrenta, ya en el tramo final, con un “camposanto de aldea” una muestra de los muchos cementerios, pequeños, recoletos, casi invitadores, que surcan un paisaje con escasos paralelismos en otras zonas de nuestra geografía. Es imposible, ante esa visión, no evocar uno de sus más conocidos poemas: el que lleva por título “En un cementerio de lugar castellano” (curiosamente, Unamuno lo incluyó en el tramo final de Andanzas), poema en el que se revela su atracción por esos lugares de la no vida. No por casualidad escribe de esos cementerios aldeanos: “Fluye allí por todas partes la invitación al dulce sueño sin ensueños, a dormir en el seno de la tierra, sin más acaso que la oscura sensación de recibir sobre la hierba que cubra nuestros huesos la lluvia que baja desde el cielo a consolarnos”.




En el cementerio, parece decirnos don Miguel, se nutren algunas de las obsesiones de la Galicia de entonces: las almas en pena, la irrealidad de lo sobrenatural. Así lo describe, al final del texto, nuestro escritor: “Y los hijos de esta tierra veneran a las benditas Ánimas del Purgatorio, creen en fantasmas, agüeros y brujerías, se acuerdan de sus muertos que vagan por las selvas y veneran a los árboles”.


Con esa inquietante referencia unamuniana concluimos el viaje. Nos separamos de don Miguel y volvemos al siglo XXI. Hemos viajado con su palabra y somos más sabios y más sensibles.