Opinión

Las tierras segovianas vistas por Ridruejo: la capital (II)

Segovia-Plaza-Mayor
photo_camera Segovia. Vista de su Plaza Mayor

Con Dionisio Ridruejo hicimos, en un post anterior, un recorrido por su libro Segovia siguiendo el camino que va de la "frontera" con Soria a la capital. Ahora nos adentramos en la ciudad del Acueducto.

Dejamos a Dionisio Ridruejo, en una entrada anterior, a las puertas de Segovia. Y al recuperar la lectura de su libro Segovia (Gadir, Madrid, 2012), no podemos sino hacer nuestra su mirada cuando avista la ciudad en su totalidad como procedente de un sueño: “La ciudad”, escribe, “parece montada en una serrezuela hecha península por el surco de sus dos ríos”. Sabemos que uno de ellos es el Eresma  y lo que ignorábamos del segundo, el Clamores, nos lo aclara el escritor al referirse, por comparación, al surco que cavó este último: su valle “es más bien un barranco” y su destino, aunque nos lo diga con delicadeza, debe ser el de desagüe y destino de parte al menos del alcantarillado de la pequeña urbe.

Segovia PortadaLo que primero llama la atención del lector que visite la ciudad de la mano del libro, es la luz, una luz que el poeta recobra con palabras memorables: “La luz es en Segovia un elemento cristalino pero además una pintora fabulosa”. Y alude al violeta puro del Guadarrama en días de nieve, o al “incendio de rosa” que adquieren las lomas de las montañas (de Zamarramala a El Pinarillo) cuando el verano ha desecado hierba y matorrales.

Ridruejo nos muestra la catedral  vista en la lejanía, destaca los volúmenes “torreados” de San Justo y El Salvador, o los capiteles de San Martín o San Esteban, o el esbelto esqueleto tendente al gris del Acueducto “que se despliega, entero, horizontal, como un verdadero puente transparentando el caserío”. E iremos con él por el “camino de circunvalación” cruzando alamedas, descampados, el mínimo río —casi deberíamos hablar de arroyo— Ciguiñuela, la ermita de Santa Ana, los huertos de El Parral o la muralla, hasta avistar el convento de Santa Cruz.

La mirada del escritor soriano es detallista, da cuenta de la realidad que le rodea con la calidad de la miniatura, se remansa en el guiño arquitectónico menos visible, araña en la Historia y en sus grandes nombres y en la pequeña historia de cada edificio para concluir que “lo que fue convento ha sido algo transformado, pues se alojó en él la Inclusa” (una palabra llena de tristes resonancias en la memoria de mi infancia de barrio periférico) “y hospicio provincial”.

La presencia de monumentos, de vestigios de un pasado nobiliario, es casi abrumadora y puede ser valorada con todo detalle en las páginas del libro —y en las fotografías de Javier Santillán—. Es la fiesta de la piedra celebrando una auténtica explosión de románico y gótico. Por eso, iremos al encuentro de espacios poco conocidos mientras, a pie, seguimos circunvalando por el camino de circunvalación de la ciudad. Así, pasará Ridruejo por el barrio de San Lorenzo, frente a un río Eresma rodeado de huertas y viajas edificaciones industriales, testimonios de un abolida actividad fabril que nos parecerá casi inverosímil.

Montaña-Mujer-Muerta

San Lorenzo es barrio “pintoresco, medio hortelano medio molinero e industrial y sin duda el más popular y llano de Segovia”. Dejamos San Lorenzo y dejamos, al final de una cuesta, la torre de Santiago, donde hubo refugio para mendigos en un tiempo remoto. Veremos ruinas románicas, nos acercaremos al parque del Alcázar, “en el que se oye el graznido de los pavos reales”. Ahí, bajo el Alcázar, la ciudad es una mezcla de tiempos y de mundos, es como el campo al que subvierte el casco urbano con sus edificaciones y la ciudad llena de incrustaciones campestres. Nos cuenta Ridruejo que al final del paseo de Los Tilos las laderas que suben hasta la altura de la Catedral “fueron las juderías”. Y nos proporciona datos básicos de la ciudad como que tiene 33.000 habitantes, como que en su modernización “se sacrificó más de lo que hacía falta”, haciendo constar que se perdieron las iglesias románicas de Santa Coloma, San Facundo, San Román, San Pablo y Santiago y no menos de seis ermitas. Pero Segovia es —quizá sobre todo— Acueducto, del que Ridruejo destaca, además de su belleza arquitectónica, su funcionalidad en el presente: “Sube aún a Segovia las aguas del arroyuelo Acebeda, que baja de la Fuenfría”. Nos acerca ahora a los barrios San Justo y El Salvador, por los que pasa el Acueducto, y al barrio del Mercado, cuya calle principal, la de Zorrilla, “es muy rural y castiza, con sus destartalados soportales”, y al de Caballeros, en la parte amurallada y alta de Segovia.

Todas las viejas ciudades de Castilla cuentan con plazas mayores de rasgos parecidos pero siempre distintas. La Plaza Mayor de Segovia es grande y un poquito irregular. Soportales del Teatro Juan Bravo, Ayuntamiento —“Es el templo civil de la ciudad”, escribe—, casas nobles, la desembocadura de la calle Real, que viene de la Catedral, establecen su contorno inimitable. Y, al verla,  pensamos, con Ridruejo, en el paseo colectivo de los días libres de sus habitantes: “Es el paseo de las mañanas de domingo y las tardes de toda la semana, antes de cenar y de vuelta de los paseos exteriores. Es el paseo de la burguesía y la clase media en tanto que menestrales y obreros tienen el suyo en el Azoguejo”. La Catedral, hecha del mestizaje entre el gótico y el Renacimiento, las “juderías y canonjías” que, al final de la calle de San Frutos que rodea el ábside, más allá de la puerta de San Andrés, se extienden en una suerte de laberinto de callejas. Respiramos el viejo ambiente de la judería y el escritor nos recuerda la hostilidad del cristianismo viejo hacia judíos y sefardíes: “Se ven aún algunas ventanas de las que fueron medio tapiadas cuando, después del suceso del Corpus, se permitió a los judíos tener ventilación a la calle, pero no vistas”.

El Alcázar, las riberas del Eresma, la reliquia de los Templarios, el monasterio de El Parral, fundado por los jerónimos, la calle Real, contemplada en sus dos tramos, son nuevos lugares a recorrer junto al poeta mientras, sin que apenas nos demos cuenta magnetizados por la riqueza de su prosa, nos lleva a la Canaleja, una suerte de balcón a la sierra que nos describe así: “Es un buen mirador hacia la Mujer Muerta para días de poco viento”. Allí concluimos la caminata por la ciudad. Y lo hacemos con pena porque su belleza es inagotable. No obstante, nos consuela saber que Dionisio Ridruejo aún tiene aliento para llevarnos con él a los Sitios Reales y a los pueblos que, de la montaña al llano, salpican una geografía llena de historia y de literatura.

Acueducto Segovia