Opinión

En León, con Gamoneda y su infancia / Manuel Rico

León. Al fondo, la catedral
photo_camera León. Al fondo, la catedral
Dos años después de recibir el premio Cervantes, en 2009, Antonio Gamoneda publicó un emocionante libro de memorias de infancia: Un armario lleno de sombra. Nos adentramos con él en la ciudad en la que vivió aquellos años decisivos. La León de la guerra y de la postguerra.
En mi particular imaginario, León está vinculado a la experiencia de mi entrada, un día de agosto de finales de los noventa, en su catedral. El verano, la luz multicolor llenando la estancia, la belleza casi provocadora de sus vidrieras… Veníamos del norte, de la Asturias limítrofe con Cantabria, habían sido días inestables, de lluvia y viento, y en León nos recibía un cielo limpio, azul intenso, y una luz inabarcable. Fue mi primer conocimiento de León.





Con el tiempo y con nuevas visitas y, sobre todo, con la lectura de algunos libros con esa ciudad como escenario, cambió aquella primera sensación. Se hizo más poliédrica y diversa. 

La última visión de esa ciudad milenaria me ha llegado a través del libro de un enorme poeta. No ha sido un libro de viajes. Tampoco un poemario: hablo de Un armario lleno de sombra (Galaxia Gutenberg, 2009), de nuestro premio Cervantes Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931).  Son sus memorias de infancia y primera adolescencia a partir de los 3 años, en que su familia se traslada a vivir a León. Al leerlas uno se sitúa en una ciudad sombría, en la que la niñez y la pubertad se construían bajo el desamparo de la guerra y de la postguerra.  León de grandes nevadas, de escasez y busca, de sotanas y omnipresencia de la religión, de muros de piedra oscurecida por el musgo y el humo de las cocinas económicas de combustión precaria y de calles apenas iluminadas en las que anochecía demasiado pronto, de edificios todavía heridos de metralla, de miedo.  


 



Gamoneda realiza un duro alegato que nos contagia. El viaje aquí es caminar  por aceras con comercios de tejidos de tristes escaparates, entrar en tiendas de ultramarinos donde la gente habla de habitaciones realquiladas y viviendas compartidas donde se hacinan familias enteras. Es adentrarse por El Crucero, una zona hoy absorbida por la ciudad pero que entonces, en el libro del poeta, todavía era extrarradio al otro lado del río Bernesga: "Aquel barrio era entonces un espacio suburbial, en la margen de recha del Bernesga, al oeste de la ciudad en que sigo viviendo". No lejos de ese barrio se encontraba (se encuentra) la vieja estación de ferrocarril, hoy modernizada, en la que el niño Antonio quedaba fascinado por el mundo ferroviario, entonces marcado por el carbón y las humaredas y a quien acompañaban los trenes en momento decisivos del día: "Eran muy importantes para mí los trenes; esperaba el paso de algunos desde la galería", escribe.  En otro pasaje se refiere a los trabajadores del ferrocarril como "empleados de Caminos de Hierro del Norte de España", una alusión no ajena al poema que aportó el pasado año al libro colectivo En legítima defensa (Bartleby, 2014):

"Aún ahora, todavía, guardo
la sábana negra de mi niñez, la sábana
que envolvía los sábados mi adicción a los muertos
y a la sombra inguinal de Pilar, primogénita del señor Juan Ceballos,
        [el maquinista y sordo universal, finalmente absuelto
por el monóxido de carbono de
Caminos de Hierro del Norte de España".

En Un armario lleno de sombra, el poeta nos cuenta sus salidas a otras ciudades, sobre todo un "descabellado viaje a Oviedo" en coche, y nos percatamos de cómo el tiempo y los avances técnicos han cambiado el "arte" de viajar:  "Había que atravesar el tortuoso puerto de Pajares. El vehículo era un ´balilla´ […]. Hubo que parar varias veces. Mi madre se deshacía en vómitos".  Evoca, también, otro viaje a  La Coruña, pero sobre todo, nos hace avanzar por las calles y barrios de León y nos adentra en el tiempo en sombra de aquellos años. En la ciudad dominan el luto y los rezos. Hay un ambiente opresivo de cotilleos y delaciones del que el niño Gamoneda huye buscando la soledad de unas afueras que todavía son campo aunque aspiran a ser ciudad: "Me pierdo en los frutales extendidos sobre la Vega —una finca extendida entre el Bernesga y los terrenos de matorral que se levantan hacia el oeste—". En la ciudad hay huellas de los gremios del Medievo. A ellos se se refiere sin nostalgia: el pellejero, el mielero, el panadero, el afilador... También evoca a los húngaros de raza gitana que cada año llegaban con su menguado espectáculo…. En la ciudad hay un café cantante que se llama Lion d’Or, un nombre lleno de evocaciones. En la ciudad perdura una memoria turbia y asustada: no lejos de su casco urbano, en el aeródromo militar de la Virgen del Carmen, tenía su base la Legión Cóndor. De allí partían las escuadrillas que bombardearon Guernika sembrando dolor, destrucción y muerte sin límite.





Pero el León de la infancia de Gamoneda es también la visita al mercado y el paseo por sus plazas. Recuerda  así aquella experiencia de la mano de su madrina: "En alguna ocasión fui con Sergia al mercado, que era doble: uno en el local cubierto de la plaza del Conde y su alrededor inmediato, y el otro, más grande, dominado por campesinos, en la explanada y soportales de la plaza Mayor". Y, como un complemento del mercado, recobra las plazas con sus singularidades: los pavos de la citada plaza Mayor, los charlatanes de la del Conde, los viejos comerciantes "que venían a León acompañando a hijos y nueras" de la plaza del Grano.


Pero el León de la inmediata postguerra en que crece el poeta era represión y silencio, presos políticos y desesperanza. El hoy parador de San Marcos era un campo de concentración ("el penal mayor") y la cárcel de Puerta Castillo estaba atestada de detenidos políticos republicanos.  Viajemos con don Antonio a sus recuerdos: "Los inviernos en León son muy duros. Los presos y presas de Puerta Castillo tenían que permanecer en los patios desde la siete de la mañana hasta las siete de la tarde. En el patio de las presas, las que querían y cabían, trataban de protegerse de los hielos refugiándose en la que llamaban «la cuadra», un barracón donde se conservaban, desde fechas muy lejanas, las herramientas para los ahorcamientos".





La vida, sin embargo, tenía que prevalecer. Por eso, Gamoneda nos cuenta su experiencia colegial en los agustinos, o sus visitas a la Librería Pastor, o el chocolate "que distribuían, tableta a tableta, en Casa Pachón". Y los misterios de la fisiología, y del sexo, y el acoso de clérigos y asimilados a niños y adolescentes indefensos, y la humillación y el dolor infantil, y el asco... Es decir: acompañamos a nuestro poeta en su retorno a una ciudad y a un tiempo en el que acabamos contagiados por el crecimiento y la maduración del niño que fue. Y quedamos sobrecogidos por la grisura desoladora de una época de impunidades, abusos y dictadura.

Un armario lleno de sombra llega a su final al tiempo que lo hace la niñez de su autor. Ese final lo marca el comienzo de su experiencia laboral. En 1945, con catorce años, comienza a trabajar en el Banco Mercantil "como recadero y meritorio con muy particulares tareas añadidas; encender la calefacción, por ejemplo (el frío no se iba de León aquel año), en doble jornada que pocas veces terminaba antes de las ocho de la tarde". Después, vendría la juventud y la poesía. Pero para ese viaje me falta la alforja fundamental: un nuevo volumen de sus memorias. Quedo a la espera. Confío en que la impaciencia no me traicione.