Opinión

El canto viajero de< Claudio Rodríguez / Manuel Rico

Río Duero a su paso por Zamora
photo_camera Río Duero a su paso por Zamora
El poeta Claudio Rodríguez publicó "Don de la ebriedad" en 1954. Era un libro hecho en el camino, un libro caminante, viajero por los campos de su infancia en Zamora. "Letras viajeras" se adentra hoy por esos senderos a cielo abierto.

Claudio Rodríguez (Zamora, 1934- Madrid, 1999) nunca escribió un libro de viajes. Escribió cinco libros de poemas. Pero viajó con los poemas y nos hizo viajar casi en volandas por la tierra donde nació: Zamora. La Zamora del Duero y de los álamos y trigales, del baile de las Águedas y de los añosos pueblos perdidos en medio de ninguna parte donde hay mesones en los que cada una de sus vigas, gastadas por el tiempo y por la vida es "¡Contrafuerte / del cielo, viga que era hace sólo un momento / un tronco alegre".





En su primer libro, Don de la ebriedad, Claudio trazó el sendero por el que discurriría buena parte de su poesía: versos del camino, versos de intemperie, versos de claridad, de campos y llanuras, de lugares vividos y de invitaciones a la vida. Cierto que no es poeta fácil, que gran parte de sus poemas llegan a nosotros más que por la vía de lo entendible y racional, por la de la emoción estética y ética, del deslumbramiento, de la pulsión existencial:

"Como si nunca hubiera sido mía

Dad al aire mi voz y que en el aire

Sea de todos y lo sepan todos

Igual que una mañana o una tarde".

Así proclama su vocación de hijo del camino en el canto IX de su primer libro. Desde aquel remotísimo 1953, año en que obtuvo el premio Adonais, no haría más que viajar con la palabra poética. Ininterrumpidamente, de poema en poema, de libro en libro hasta Casi una leyenda, su último poemario publicado en vida, o hasta Aventura, colección de poemas que prologó y editó Luis García Jambrina después de su muerte.





Nadie como Claudio Rodríguez logró ensamblar esa vocación de trascendencia, casi metafísica, del poema con el acercamiento a los objetos y escenarios donde la vida rural (sobre todo la vida de la memoria de su infancia) cobra nombres tangibles, llenos de sabor, de olores, de resonancias viejas. Con Claudio nos adentramos en una Castilla mágica, que respira entre lo maldito y condenable y lo popular y visible: "La flor del monte, la manteca añeja, / el ombligo  del niño, la verbena / de la mañana de San Juan". Pasamos al lado de la fiesta, nos metemos en ella, pero no dejamos de advertir la añoranza ancestral con que Claudio la vive, en el poema: "Echo de menos ahora / aquellos tiempos en los que a sus fiestas / se unía el hombre como el suero al queso" ni la conciencia de la timidez y de la torpeza con que la afronta en el "El baile de las Águedas": "Veo que no queréis bailar conmigo / y hacéis muy bien. Si hasta ahora / no hice más que pisaros…".

 

 

La mirada de Claudio es también solidaria. Está con los humildes, con los relegados de la historia, tan presentes en los pueblos castellanos en los años en que escribió sus primeros libros. Así, lo acompañamos en uno de los más solidarios poemas de su libro Conjuros, a la plaza en la que se está llevando a cabo la contratación de los jornaleros. El poema se titula "La contrata de mozos" y así lo enjuicia, a través del verso, el poeta:

"Contrata, lonja servil, teatro de deshonra.

Junto a las duras piedras de rastrillo,

Junto a la hoz y la criba, el bieldo y la horca,

ved aquí al hombre"


 


Pero Claudio es el siempre viajero, el que fue de una ciudad y de unas tierras, pero a las que sólo vuelve de paso porque se siente parte de una tierra universal, semilla de todas las tierras con las que convive. Claudio viaja en autobús, un "autobús lleno / de labriegos, de curas y de gallos" y escribe de su viaje, se deja llevar por la proximidad de la lluvia y disecciona las servidumbres que la religión nos deja en los pueblos más remotos: misales, iglesias parroquiales, sotanas y badanas. Su palabra viaja por la ropa tendida, se asoma al pintar amanecido, todavía tocado por la escarcha, avanza "Por tierra de lobos" o se detiene y asombra ante el girasol, "ese regazo que fue flor y queda".  Ajos, cebollas, mocerío, trajín, acarreo, hospitalidad, cuero, canela, lana… palabras hermosas y con sustancia que con sólo pronunciarlas nos llevan de viaje hacia un mundo cargado de evocaciones y que jamás perderemos gracias a la literatura, a la poesía..

Y, como no podía ser menos en un hijo de las tierras de la Castilla alta, el Duero, ese río al que Claudio amó intensamente y al que abandonó muy temprano, cuando ya como poeta reconocido dejó Zamora y marchó a la capital, a Madrid. Pero la distancia no es obstáculo para que lo reclame, para que viaje hacia él con palabra viajera:

"ponte como hoy en pie de guerra, guarda

todas mis puertas y ventanas como

tú has hecho desde siempre,

tú, a quien estoy oyendo igual que entonces,

tú, río de mi tierra, tú, río Duradero".