Opinión

En Sevilla, con Miguel Veyrat, poeta / Por Pepo Paz

Miguel Veyrat en el Bº de Santa Cruz
photo_camera Miguel Veyrat en el Bº de Santa Cruz
Paseo por el Barrio de Santa Cruz de Sevilla de la mano del poeta y periodista Miguel Veyrat donde me descubre alguno de los rincones menos conocidos de la bella capital hispalense.

Converso con el poeta y periodista Miguel Veyrat en la terraza del Modesto, un bar-restaurante fundado en 1960 a dos pasos de la plaza de la Santa Cruz, en las entrañas del barrio sevillano del mismo nombre. Es un encuentro cordial alrededor de una tostada con tomate y jamón, un zumo agrio de naranja y un par de cafés. La humildad engrandece a los poetas. Una virtud que no abunda en el gremio, por otro lado.

 

Veyrat es un viejo zorro. Curtido en mil batallas, periodista de raza e interminables andanzas, observa con pena cómo el oficio es -a día de hoy- un desahuciado al que rodea una jauría de hienas anhelantes disfrazadas de consejero delegado. Maestro y padre de periodistas, Veyrat trabajó en TVE hasta que los vasallos que Aznar puso para manejar los hilos del ente público en su primer gobierno le jubilaron. Vamos, que le pusieron de patitas en la calle por poco adicto al régimen. Una enfermedad que ya arrastraba desde hacía tiempo. Veyrat es un adicto a la sencillez y a la verdad. Y un superviviente: ya venía de resistir los sopapos de Calviño, las intrigas de los enchufados que Felipe González había insertado en idéntica casa años atrás, durante su estancia en la corresponsalía londinense. Y sigue en la brecha, con su palabra desnuda y certera. Ahora a lomos de unos versos que conmueven.

 

 

Veyrat, micrófono en mano, joven y barbudo, narrando la sangría de las Malvinas, reporteando desde París, Rabat, Roma, Ginebra, Argel, Dublín. Veyrat, poeta en la sombra, culto, inteligente, irónico, políglota, traductor de poetas, luz en las tinieblas.

 

Miguel Veyrat vive desde hace años en el Barrio de Santa Cruz. En Sevilla. Es un parroquiano más que me guía como un lazarillo llevaría a su ciego por el galimatías de sombras, altos muros y azahares escondidos que delimita el barrio. Y es un placer charlar con él en esta cálida mañana del otoño de la capital hispalense. Sigo tras sus pasos por angostos corredores; me invita a levantar la vista hacia aleros imposibles. A fijar la mirada en azulejos que contienen la historia de algunos de los poetas de la ciudad. Cuenta historias. El viejo oficio de contador de historias al que es imposible renunciar. Pasan los años pero no los deseos. Dejamos a un lado la casa donde hace casi noventa años vivió otro poeta, Luis Cernuda. El azulejo se transmuta en versos:

 

"Ir de nuevo al jardín cerrado/que tras los arcos de la tapia/entre magnolios, limoneros/guarda el encanto de las aguas/.../Sentir otra vez, como entonces,/la espina aguda del deseo/ mientras la juventud pasada/ vuelve. Sueño de un dios sin tiempo."

 

 

Miguel es habitual de viejas barras y tabernas (de las que, por otro lado, ya quedan pocas en el barrio. La modernidad lo ha llenado de nuevos establecimientos con menú cañí para atrapar turistas despistados). Sabe contarme en qué tugurio pedir la mejor tapa de cuchara, dónde el jamón más delicioso, en qué mesa esperar la ensaladilla más fina. "Niños, no privéis de la libertad a los pájaros" reza la leyenda en la fachada del colegio de San Isidoro, frente a otra de las tabernas más conocidas de la ciudad. Es tiempo para un fino. Sevilla es una ciudad de liturgias: cerveza, oloroso, fino.

 

Miguel es un guía pausado y buen conversador. Un tipo culto e irreductible que transita con elegancia por la poesía y por el barrio de Santa Cruz. Alguien de quien aprender. Un poeta amarrado a la palabra y a la vida.